lunes, 28 de abril de 2014

Puente de Mayo en Marsella: una idea nueva, bonita y casi barata

La ciudad francesa se ha renovado a fondo, recuperando su encanto. Una alternativa a tiro de Ave o vuelo «low cost» 



«El 24 de febrero de 1815, el vigía de Nuestra Señora de la Guarda dio la señal de que se hallaba a la vista el bergantín El Faraón procedente de Esmirna, Trieste y Nápoles. Como suele hacerse en tales casos, salió inmediatamente en su busca un práctico, que pasó por delante del castillo de If y subió a bordo del buque entre la isla de Rión y el cabo Mongión». Ese navío se aproximaba al puerto de Marsella y en él viajaba Edmundo Dantés, protagonista de «El conde de Montecristo», una de las obras más famosas de Alejandro Dumas. 

Ahora, como en la novela, Nuestra Señora de la Guardia aún preside esta villa, la más antigua de Francia y la segunda más poblada después de París. Desde la cima de la colina, que ofrece una panorámica impresionante, «la buena madre», como la conocen los oriundos de la zona, protege la ciudad y a sus habitantes y es testigo de su evolución. 

Marsella ha sufrido una auténtica metamorfosis en los últimos años. Tanto es así, que quienes la visitaron antes de 2013 se llevarían una grata sorpresa al descubrir que no es el lugar inquietante que conocieron. 

Aunque empezó a cambiar con la llegada de la alta velocidad en 2001 –desde Madrid hay tren directo desde diciembre de 2013– y con la celebración del Mundial de Rugby en 2007, fue la Capitalidad Europea de la Cultura -que ostentó el año pasado- la que le dio el impulso definitivo. Una reforma que lleva la firma del arquitecto Norman Foster y del paisajista Michel Desvigne. 

La renovación del Puerto Viejo 


Nuestro recorrido comienza en el Puerto Viejo. Muy alargado y estrecho -forma que lo hacía invisible desde el mar- fue el centro económico de la ciudad hasta el siglo XIX. Los edificios que ahora se ven en su orilla sur eran entonces almacenes de mercancías y las calles por las que ahora circulan coches, pequeños canales interiores por los que se llevaba la carga. 

Con los años, el lugar donde desembarcó Edmundo Dantés cambió su actividad comercial por la de recreo y se convirtió en puerto deportivo, uno de los 14 que tiene Marsella. En 2013, además, el muelle de los Belgas se peatonalizó parcialmente -pasó de tener nueve carriles para la circulación a contar con dos para los coches y dos para los autobuses- y se transformó en un gran paseo al servicio de los marselleses, uniendo el corazón histórico de la ciudad con el nuevo puerto comercial. 

Aunque su principal actividad ya no es económica, allí encontramos el mercado de pescadores. En él se puede comprar la materia prima para hacer la famosa bullabesa, comida típica que degustamos en el Restaurante Miramar, auténtico especialista en esta sopa. Originalmente era un guiso propio de familias pescadoras que se hacía con el material que descartaban para la venta. Este plato, de fama internacional, debe llevar al menos cuatro de los siguientes pescados: rape, congrio, centollo, escorpina, salmonete rubio, pez de San Pedro, cigala y langosta. 

Junto al mercado de pescadores se alza el techo diseñado por Norman Foster. Sus 1.000 metros cuadrados de superficie, ubicados a nueve metros de altura, proporcionan un refugio sombreado durante los meses de verano y una atracción turística durante todo el año. En él se proyectan la luz y los colores del puerto y son muchos los viandantes que se acercan para sacar una foto de su propio reflejo en esta construcción de acero inoxidable. 

Desde donde estamos también vemos el comienzo de la gran avenida de Marsella, La Canabière. Considerada una de las más bellas de Europa, según los artistas y escritores que visitaban la ciudad, acoge la Cámara de Comercio, la Oficina de Turismo, numerosos hoteles, tiendas de lujo, teatros, cafés…

En nuestro recorrido por el muelle pasamos por delante del embarcadero del Ferry Boat, uno de los más conocidos de Francia, que une las dos orillas del Puerto Viejo. Además de por haber aparecido en numerosas películas francesas, es famoso por realizar uno de los trayectos más cortos del mundo: 283 metros en tres o cuatro minutos. 

Frente al ferry está el Ayuntamiento, de estilo barroco. En la fachada, sobre el balcón de la que actualmente es la oficina del alcalde, se puede ver una imagen de Luis XIV cargada de simbolismo. En 1660, el rey llegó a Marsella con su armada con la intención de controlar una ciudad rebelde. El monarca encargó la construcción del arsenal de Galères y dos fortalezas a la entrada del puerto: el fuerte de San Nicolás, en la orilla sur, y el de San Juan, en la norte. 

Para que los marselleses sintieran un poco más cerca el poder de Versalles, a 800 kilómetros de distancia, ordenó que sus cañones apuntaran hacia el interior de la urbe. El retrato del rey en la fachada del Ayuntamiento, por encima del lugar que alberga al gobernante de la ciudad, era otro recordatorio. 

«Le Panier», el barrio histórico 


Dejamos atrás el Puerto Viejo y nos adentramos en «Le Panier», el barrio más antiguo de Marsella. Inicialmente habitado por la burguesía, se transformó a lo largo del siglo XIX en una zona pobre y de mala reputación en la que se asentaron numerosos inmigrantes, principalmente corsos y napolitanos. Sin embargo, en los últimos años ha resurgido, al igual que la ciudad. Sus calles estrechas atesoran encantos, invitan a disfrutar del arte urbano, a sentarse en cada una de las pequeñas plazas que te sorprenden en cada giro, como la Plaza Treize Cantons, en la que se encuentra el famoso «Bar des 13 Coins». 

En «Le Panier» está una de las casas más antiguas de Marsella, la Maison Diamantée, que recibe ese nombre porque los elementos decorativos de su la fachada tienen la forma de esa piedra preciosa. Declarada Monumento Histórico en 1925, se salvó de la destrucción de los barrios del Puerto Viejo llevada a cabo por los alemanes en febrero de 1943. 

La desaparición de esa zona y los bombardeos de los dos bandos que sufrió la ciudad hicieron necesaria su reconstrucción. Tras la contienda, Fernand Pouillon se encargó de la franja del Puerto Viejo, respetando el estilo original, con ese color un tanto rosáceo que daba la piedra calcárea, mientras que Le Corbusier construyó la Cité Radieuse en el sur. 

Adentrándonos en el barrio llegamos a la Grand Rue, donde se encuentra el Hotel Dieu, un lugar emblemático con vistas al Puerto Viejo y un buen ejemplo de la arquitectura del siglo XVIII. 

Nuestro recorrido nos lleva después a la Vieille Charité, construida por Pierre Puget en el siglo XVII para acoger a huérfanos y mendigos. El complejo arquitectónico, uno de los monumentos más queridos por los marselleses, está compuesto por cuatro alas de edificios cerrados al exterior pero abiertos a un patio central que cuenta con una capilla de cúpula ovoidal, buen ejemplo del barroco italiano. 

En el casco antiguo de Marsella descubrimos otra de sus exquisiteces gastronómicas: las «navettes», un dulce cuya receta sigue siendo un secreto y cuyo origen se desconoce con certeza. Para algunos, con él se recuerda la estatua de una virgen (Nuestra Señora del Fuego Nuevo o la Virgen Protectora de las Gentes del Mar) que llegó a las orillas del Lacydon. Para otros, representa la barca de Isis o la nave que llevó a las Santas Marías (Jacoba, Salomé y Magdalena) desde Palestina hasta la costa de Provenza. Tras degustar las «navettes», visitamos una de las pocas tiendas en las que se puede adquirir otro clásico marsellés: el jabón. 

Callejeando en dirección al mar, llegamos a las catedrales Nueva Mayor y Vieja Mayor, ubicadas entre el Puerto Viejo y el comercial. La primera, edificada a finales del siglo XIX en estilo románico-bizantino, es la más grande construida desde la Edad Media y linda con la Vieja Mayor, del siglo V. 

En nuestro camino de vuelta hacia el Puerto Viejo nos encontramos con dos edificios impresionantes: la Villa Méditerranée y el Museo de las Civilizaciones de Europa y el Mediterráneo (MUCEM). El MUCEM está unido al fuerte de San Juan por una pasarela tendida sobre el mar que lleva a la terraza del museo. Desde allí recorremos la zona exterior del edifico, descendiendo hasta la entrada, caminando por pasillos de paredes abiertas al exterior, con contrastes de luces y sombras y el mar a nuestros pies. 

Aún nos queda más por conocer y, para hacerlo, nos subimos en una barca pesquera tradicional. Nada más salir del Puerto Viejo, presidiendo la margen izquierda, está el Palacio del Pharo, construido como residencia imperial por orden de Napoleón III en el siglo XIX. Actualmente se utiliza como centro de congresos, aunque su jardín está abierto al público. 

Un poco más adelante, escondido tras un puente, descubrimos una de las maravillas de la ciudad: el Vallon des Auffes, un puerto pesquero pequeño y encantador en el que está el restaurante L’Épuisette, que cuenta con una estrella Michelín. 

Desde allí nos dirigimos al final de nuestro recorrido, al lugar literario que nos dio a conocer Marsella: el castillo de If. Hasta el siglo XVI, la isla de If, perteneciente al archipiélago del Frioul, fue un refugio de pescadores. Cuando Francisco I visitó Marsella en 1516 y comprobó la importancia estratégica de ese enclave para proteger la entrada al puerto ordenó construir en él una fortaleza. A partir de 1580 se convirtió en prisión y entró en la leyenda al acoger, de la mano de Alejandro Dumas, a su inquilino más famoso: Edmundo Dantés, el Conde de Montecristo. 

Fuente: ABC

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